El Cielo
Apenas hacía 24 horas que Juan acababa
de morir. Durante toda su vida había sido un ciudadano ejemplar; de niño, nunca
respondió mal a sus padres o tutores, cumplía con sus obligaciones y obedecía
sin rechistar.
Cuando tuvo edad de trabajar en
la profesión que había elegido, se dedicó a cumplir fielmente con lo
establecido en las ordenanzas laborales.
En lo concerniente a la vida
social, nunca llamó la atención por ningún desmán; cumplía con todas las leyes
y ordenanzas. Nunca las discutía y menos aún las desobedecía. En definitiva,
era un ciudadano ejemplar.
En la Iglesia a la que
pertenecía, era ejemplo de buen feligrés; acudía todos los domingos y fiestas
de guardar a celebrar los oficios religiosos; se confesaba regularmente, y
siempre depositaba unas monedas en el cepillo de la iglesia.
Es por eso que, ahora, una vez
que ya había dejado su cuerpo físico, pensó que no tendría problema alguno para
entrar al Reino de los Cielos, tal como había leído y escuchado repetidamente
en los sermones de su Iglesia. Por lo que, totalmente decidido, se presentó
ante el vigilante jurado que guardaba la entrada al Cielo.
—Buenas… —dijo Juan al llegar
hasta la puerta del Cielo— Creo que tengo reservado un sitio para mí en el
Cielo…
—¿Cómo se llama Ud.? —le inquirió
el vigilante.
—Juan Español…
—Déjeme ver… no creo recordar que
hoy tenga prevista la llegada de ningún Juan Español…
—¡Cómo que no…! —exclamó Juan, un
tanto desvariado. ¡He cumplido toda mi vida con todas mis obligaciones, no he
faltado nunca a misa, siempre he dejado monedas en el cepillo y hasta me he
confesado…!
—Ya, ya… entiendo —respondió el portero—
pero es que eso aquí no tiene ningún valor…
—¿Qué me quiere decir… que todo
lo que he estado haciendo en mi vida no me ha servido para nada…?
—No, hombre, no. Yo no he dicho
eso…
—Entonces… ¿qué es lo que tenía
que haber hecho…? —insistió Juan.
—Es muy sencillo… —respondió el
vigilante— Bastaría con que hayas sido feliz en tu vida, con haber dejado
impregnada una huella de amor en las personas que has conocido, con que hayas
hecho feliz a alguien durante tu transcurso por esta vida… en definitiva, con
que hayas amado y te hayas dejado amar. Cumplir con las leyes y normas establecidas
está bien para convivir en una sociedad, pero no es lo que se necesita para
acceder al Cielo. Aquí no se juzga a nadie por haber cumplido o no las leyes
humanas, para entrar al Cielo, sólo se necesita haber sabido disfrutar de la
vida a través del amor.
—Entonces ¿no voy a poder entrar
al Cielo…? —preguntó Juan con aspecto compungido.
—Me temo que en esta ocasión no
será posible… vas a tener que volver a la Tierra y cambiar tu manera de ver la
vida, tendrás que disfrutar de todo lo que te ofrece la vida, y aprender a
amar, a dar y a recibir, a perdonar y a tolerar. Sí así actúas, cuando te toque
volver aquí, te estaremos esperando con los brazos abiertos.
Juan regresó de nuevo a la vida,
y cuentan todos los que lo conocieron, que ya no era la misma persona, ahora
vivía la vida con toda intensidad, se recreaba observando todo lo que le
rodeaba y, sobre todo, desprendía amor y luz allí por donde pasaba.
© Noviembre 2018 José Luis
Giménez